El Siglo de Oro español fue tiempo de esplendor y de tensiones: prosperidad y avances culturales, pero también desigualdades, guerras y persecuciones. En ese escenario, san Juan de la Cruz fue hijo de su tiempo y, a la vez, su contradicción más fecunda. Vivió en una sociedad atada a honores y convencionalismos, pero eligió atravesar su «noche oscura» con libertad de espíritu y decisión, invitando a otros a vivir una «primavera en libertad, anchura y alegría».
No escribió para imponer métodos ni doctrinas, sino para ofrecer una luz y acompañamiento a quienes buscan sentido más allá de las apariencias y contradicciones. Su enseñanza nace del encuentro con un Dios presente en todos los tiempos y lugares y, sobre todo, en lo más íntimo del ser humano; que se manifiesta como «engrandecedor del ser humano». Para transmitir su experiencia, habla con símbolos: los amantes que se buscan, la música callada, la soledad sonora, la fuente que mana y corre, la noche más amable que la alborada, la llama que transforma en fuego todo lo que toca.
En un mundo saturado de ruido, su voz sigue anunciando que la noche no es el final, sino el umbral hacia un día sin ocaso. Nos recuerda que hay una voz que no grita, pero resuena en el silencio para quien sabe escuchar, esperando que la acojamos y nos decidamos –de una vez por todas– a salir, a ponernos en camino, a amar.